En esta ocasión, y a diferencia de las dos anteriores (2005 y 2006), mi viaje a la argentina fue más urbano-artístico-arquitectónico que social. Fueron pocas las reuniones sociales programadas o que se nos propusieron —todas ellas realmente interesantes—, y una digna de mención fue sin duda la que mantuvimos con Andrés Prieto.
A Andrés lo conocimos el 31 de julio sobre las 11'30 del mediodía. Es un colombiano menudo, que no pequeño; con el pelo muy corto, que días después aún se cortó más “para que el gorro de lana le encajara mejor”; la mirada entrenada en la observación y la mano en el dibujo; con una risa sonora y contagiosa, sin dejar de ser tímida; que habla poco, muy poco y pausadamente, pero cuando lo hace da en el clavo. Andrés es el socio dibujante de Buenos Aires Ideal y se podría decir que, de algún modo y si el autor me lo permite, Andrés es otro "paseante extranjero" en esta ciudad enorme.
Roger, Pep y yo nos reunimos con él para ir a pasear por Villa Devoto, un barrio residencial situado al oeste de Buenos Aires a unos buenos 50 ó 55 minutos de la frontera entre Flores y Caballito, donde vivíamos.
Lo que más me sorprendió durante nuestro paseo por el barrio fue el silencio —prácticamente no se oyen coches o colectivos circulando por sus calles, sólo de vez en cuando nos cruzábamos con algún viandante y éramos capaces de escuchar nuestros propios pasos en la vereda, incluso al cruzar la estación de tren—; un silencio que contrasta enormemente con el bullicio del micro centro y de gran parte de la ciudad, o al menos de las zonas de la ciudad que hasta entonces conocía. Lo segundo que más me sorprendió fue su estrambótica mezcla arquitectónica. Calles generalmente compuestas por edificios de no más de dos plantas, cada una de una época y con un estilo diferente. De repente encontrábamos una casa
de estilo neo-colonial junto a otra construida en los años 70 con la fachada alicatada y junto a otra de estilo art decó. Entre toda esta mélange el edificio más curioso que nos encontramos fue bautizado, allí mismo, como "la casa discursivo-defensiva", por una especie de púlpito, o de torre vigía, que sobresalía de uno de sus muros y se elevaba por encima del techo. Era fea a más no poder pero resultaba tremendamente peculiar (lamentablemente no le hice ninguna foto).
Pero el objetivo principal de aquel día era visitar el "Café de García", un bodegón con más de 100 años de edad situado en la ochava entre Sanabria y José P. Varela y que nos dejó, a Pep, Andrés y a mí, que no lo conocíamos, totalmente alucinados.
Nada más entrar al local se ven dos mesas de billar (billar español a tres bandas) y una de pool (lo que nosotros llamamos billar americano), una larga barra rematada, o presentada, según como se mire, por una espectacular cafetera, también de principios del siglo pasado, y más de un centenar de banderitas, fotografías, afiches, pósteres, y una veintena de jamones, que cuelgan de sus paredes y techo. Algo realmente interesante de este local es que tiene comedor para fumadores (cosa que ahora mismo es dificilísimo de encontrar en Buenos Aires ya que ellos han aplicado a rajatabla la ley anti-tabaco; pero sobre este tema hablaré en otra ocasión) y que en ese momento se encontraba lleno, pero dado que pretendíamos almorzar (comer) allí esperamos a tener mesa mientras tomábamos una cerveza con su acompañamiento (bandeja redonda de tres espacios con papas, cacahuetes y mini colines).
Lo del acompañamiento en las bebidas es otra de las muchas cosas que me encantan de Buenos Aires, ya sea con el café o con la cerveza, gaseosas, licuados, jugos, etc., la consumición siempre viene acompañada de una picadita, dulce para el café, con un vasito de soda, agua o agua con gas, y a veces hasta un vasito con jugo, y salada con las demás bebidas.
Tras tomarnos la cerveza (de un litro con 4 vasos), una media hora después, se liberó una de las mesas del salón interior y pasamos a comer. Si la zona del bar sorprende por la cantidad de objetos expuestos en sus paredes, el saloncito nos dejó estupefactos. Una exorbitante cantidad de objetos, desde instrumentos musicales hasta cabezas de animales disecadas o cráneos pelados, pasando por toda una colección de pavas, cuberterías, cristalerías, botellas, sifones, llaves, recipientes y cajas, partituras musicales, un calefón, armas de todo tipo, navajas de barbero, objetos deportivos, y hasta un adoquín, tapan completamente las paredes de esta habitación.
Pillamos asiento en una de las mesas grandes (para 4 personas) junto a la ventana y al momento apareció el camarero, un señor mayor, de unos 60 años o más, con bata azul, que a una velocidad ultrasónica nos relato la lista de platos del día, imposible de retener por entero pero que desveló lo suficiente como para aplacar nuestra curiosidad gastronómica y decidir el menú. Roger y Andrés optaron por uno de los grandes clásicos: Milanesa bolognesa —oxímoron que fue celebrado—, mientras que Pep y yo optamos por otro habitual de las cartas: Ravioles con estofado. Nos pusieron las bebidas en una pequeña mesa auxiliar que colocaron junto a la nuestra (algo realmente práctico para comer cómodamente y poder ver las caras de los demás comensales) y llegó el ágape. Aunque las raciones no eran tan enormes como recordaba de mis anteriores estadías en la ciudad, no se quedaban cortas tampoco y se engulleron a placer acompañadas de un buen vino malbec. De postre cafés chicos y cortado en jarrito (con su soda y 4 pastas, una por comensal). Al salir mantuvimos una pequeña conversación con el dueño que nos informó sobre las picadas pantagruélicas que se ofician los jueves, viernes y sábados y a la que nos invitó a asistir, para consumir claro está, avisándonos que no se podía conseguir mesa sin reserva previa y llamando con tiempo; nos dio unas tarjetas y nos despedimos.
Mientras, Andrés se dedicó a echar un último vistazo por el local elucubrando cual de los muchos rincones reproduciría en su dibujo del miércoles, que, como ya nos tiene acostumbrados, fue genial.
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