miércoles, 21 de noviembre de 2007

El Kábbalah Bar Cultural

El primer lugar que visité a mi llegada a Buenos Aires en mayo de 2006, antes incluso de saber donde estaría viviendo esos dos meses, fue el Kábbalah Bar Cultural, un local en el Abasto que había sido inaugurado hacía poco por David y Lucila, con la intención de convertirlo en una sala multicultural donde poder representar obras de teatro de pequeño formato, ofrecer conciertos, exposiciones, charlas, realizar cursos, plantear tertulias, proyectar cortometrajes... Incluso crearon una biblioteca con donaciones de los clientes.

La decoración del local corrió a cargo de los dueños: una mano de pintura, carteles de clásicos del cine argentino de principios del siglo pasado que encontraron apilados de cualquier modo en el sótano, una máquina de discos antigua, que nunca lograron hacer funcionar pero que quedaba relinda en el rincón de los VIP, y una barra ya existente en lo que fuera el anterior negocio que ocupo este espacio y construida, si la memoria no me falla, con troncos pertenecientes a antiguas vías del ferrocarril. La cocina era pequeña, el horno antiguo, la nevera acristalada y el ambiente final conseguido cálido y acogedor.

Kábbalah se convirtió en el punto de reunión de los gayegos internacional-melancólicos afincados en la ciudad porteña. Allí representábamos, todos los jueves, La Sal de la Vida, y los jueves y viernes, La Internacional Melancólica, cabaret poético, político y barato y el mejor teatro mal hecho del mundo. Poco a poco, y gracias también a las muchas llamadas que hicieron sus dueños, fuimos consiguiendo un público fiel que no sólo venía a ver el espectáculo sino que, al acabar, se quedaba a hablar con nosotros, comentaba las mejores y las peores jugadas e incluso nos proporcionaban, sin ellos saberlo, ideas para la siguiente representación. Pero además, durante el resto de la semana íbamos acudiendo, juntos o por separado, para tomar un café o un trago y asistir a los conciertos y demás eventos programados; o sencillamente realizábamos la parada previa y obligatoria, anterior a la salida hacia dondequiera que nos condujeran nuestras apetencias en ese momento. Pero sobretodo, en lo que a mi se refiere -por los demás no puedo hablar-, en Kábbalah conocí a gente del barrio del Abasto, con la que mantuve conversaciones interminables sobre la historia de argentina, de su herencia española, la buena y la mala, y también, como no, de su herencia tana. Hablamos de economía, política, educación; tomé referencia de textos que hoy forman parte de mi biblioteca y soy poseedora de una pequeña joya musical, regalo de Roger Colom, que a su vez consiguió de manos de uno de los cartoneros del barrio.

En Kábbalah aprendí y trabajé y con ello cumplo dos de los objetivos que todo aquel que viaja debe cumplir. Lo escribió hace poco el gran Colom en Buenos Aires Ideal y estoy de acuerdo con él: "...para viajar hay que tener algo que hacer: probar la comida, explorar un misterio histórico, comprobar una teoría personal sobre algún asunto artístico, trabajar. El viaje verdadero siempre conlleva una misión, lo demás es turismo."

El Bar Cultural Kábbalah cerrará sus puerta definitivamente en diciembre, con un público fiel, con propuestas que han llegado al barrio y han gustado, se han ganado un lugar; pero también con la burocracia argentina a cuestas, como una losa, desde el primer momento, y contra esto poco hay que se pueda hacer.

Hasta su cierre seguirán ofreciéndonos propuestas de todo tipo, así que si no quieren lamentarlo en un futuro inmediato, todos aquellos que puedan, no se las pierdan. Vayan a Kábbalah, pidan una Salta y unos montaditos, empanadas o una pizza; dialoguen, intercambien y, sobretodo, disfruten del buen ambiente que se respira en el 3460 de Guardia Vieja.

Por cierto, el local no tiene perdida, a la entrada siempre está, vigilante, la Harley Davidson de Daff.


El rincón de los VIP


Público internacional-melancólico


Fans del Circo de la IM

sábado, 10 de noviembre de 2007

Mis mañanas

Mis mañanas son las mismas siempre. Abro los ojos, me pongo el pijama o algún atuendo cómodo para andar por casa, enciendo el ordenador, voy a la cocina, cojo una taza, la lleno de leche y la coloco en el microondas; un minuto y un poquito, mi micro es analógico, de esos con una ruedita que marca el tiempo sólo aproximadamente. Enciendo la radio y al poco suena el pitido microondero, recojo la taza con el líquido caliente, pero no demasiado; una cucharada rasa de azúcar, una y un cuarto de café soluble de marca desconocida, y, si es posible, una cucharadita de chocolate rayado, fondant por supuesto, y rayado con un pelapatatas directamente de la tableta. Cinco o seis vueltas de cuchara después el café capuccino casero esta listo para su ingestión, que será muy pausada, acompañada de varios cigarrillos e incluso interrumpida por la ida al cuarto de baño para proceder con el aseo diario, el primer aseo, el que despeja la faz de legañas y restos del sueño, las manos limpias y los intestinos y vejiga... pues como el cuerpo tenga a bien necesitar. Pero hasta ese momento los primeros tragos de café los tomo sentada en la silla de plástico azul del juego de mesa y dos sillas, en azul y amarillo, de fisher price, que Irene ocupó durante años para pintar y dibujar, escribir y comer.

Me siento apoyando la espalda contra uno de los armarios inferiores de la cocina, el que esta haciendo esquina con el del fregadero y de frente a la bancada más grande y que usamos como banco multiusos. Allí sentada paladeo el desayuno mientras escucho la tertulia matutina, el repaso de la prensa diaria, las noticias del día y las aportaciones de los diferentes comentaristas, todos ellos asiduos en la emisora, y que, después de años dedicados a participar en programas de radio, siguen sin comprender que si hablan todos al mismo tiempo, los que escuchamos no entendemos un carajo; me entran ganas de escribir una mail al programa para exigirles clases particulares sobre técnicas de conversación y discusión, pero nunca lo hago. Más que tertulias, a veces me da la sensación que aquello es una plataforma para el lucimiento personal y mitinero de muchos de los presentes; pero eso también está bien, de todo se aprende.

Y llega el momento de abandonar la cocina y sentarme ante el ordenador, que nunca ordena pero sirve para recopilar datos. Abro el correo y el navegador de internet, tras unos minutos paso a la carpeta de correo no deseado el spam recibido y la vacío. Leo el correo interesante y contesto aquel que deba ser contestado. Viajo por la red: a páginas de amigos y amigas, enlaces que llamen mi atención, algo de prensa. El café se ha enfriado y entonces el chocolate adquiere más presencia en el paladar.

Reviso la agenda y las notas escritas en el teléfono móvil, en la libreta de notas e ideas, en post-its y blocs diversos, y procedo a la preparación de las clases del día. Repaso las notas manuscritas al finalizar la clase anterior, como funcionaron las actividades planteadas, el énfasis o la falta de él en su desarrollo, las peticiones que me hicieron... y me decanto por ejercicios nuevos o repetidos.

Una hora antes de salir de casa preparo la bolsa: la carpeta con los listados de alumnos, la libreta de ejercicios, un par de cuentos, circulares para los padres si las hubiere, unas tiritas y algún que otro globo para jugar; la biblia de actividades, la agenda, la cartera, el teléfono móvil, la libreta de notas y los utensilios de escritura. Es entonces cuando llega la segunda visita del día al baño: me ducho, me peino y me limpio los dientes. Me visto, me calzo, me pongo la chaqueta; desconecto el mp3 del ordenador, ya cargado, y conecto los auriculares; paso el cable por mi nuca para que el peso de los auriculares no los haga caer al suelo y coloco el aparato en el bolsillo de la chaqueta. Me cuelgo la bolsa, me pongo el gorro, compruebo que no olvido nada y salgo por la puerta despidiéndome de Sol, la gata. Llamo al ascensor y, mientras llega, programo el reproductor: Kurt Elling, Tom Waits, John Lennon, Cassandra Wilson, Lila Downs, Bob Dylan o Coltrane son las opciones actuales hasta que agregue otras. Llega el ascensor, entro, pulso el botón del cero y guardo el mp3 en el bolsillo lateral de la bolsa. Saco un pitillo y el encendedor, salgo del ascensor y de ahí a la calle donde prendo el pitillo, meto la mano en el bolsillo y enciendo el reproductor. Tras escuchar el primer compás, cruzo la calle y me dirijo a la estación de metro.

Mis mañanas son siempre iguales y me gusta esa monotonía, esa repetición de acciones que me coloca en el mundo, cada mañana, del mismo modo, preparándome para descubrir las pequeñas diferencias que asomarán respecto de los días anteriores. Ya no intento imaginar qué ocurrirá sino que me preparo para analizar qué ocurre. Estresa menos y evita la sensación de fracaso, y ya no quiero interesarme por el triunfo o el fracaso, me resultan en extremo aburridos y sobretodo inútiles. Ahora me entreno para aprender de lo inmediato, analizar todas las respuestas posibles a los sucesos ocasionales y optar por la que me parezca más adecuada en cada caso. Si es la buena, genial, lo anoto: "Funciona, no hay que olvidarla". Si no funciona, magnífico, lo anoto dos veces: "Ojo, por aquí cagada", y espero la siguiente.