sábado, 19 de diciembre de 2009

Diario de Viaje. 5: Transporte público en BsAs. El colectivo

Llevo dos meses dándole vueltas a un artículo que nunca termina de gustarme. Casi sesenta días en los que apenas he leído (mal, muy mal hecho) y (lógicamente) no he escrito una letra. Ocho semanas preguntándome qué pasa, por qué no sale nada, ¿estaré volviéndome imbécil?. Hoy, revisando antiguos post he encontrado un comentario que me hizo Roger a propósito de la parálisis y los bloqueos: Parafraseando a Helder Costa: no se trata de escribir bien o mal, se trata de escribir. Y no hay más. Pido disculpas por la ausencia y doy las gracias a quien las merezca.
La única verdad es ésta. Donde uno vaya se sentirá solo. Si usted cree que los viajes pueden influir en su ánimo y convertirlo en otro, está equivocado. Por el contrario; viajar quiere decir ponerse en contacto con gente desconocida que no tendrá ningún interés en conocerle a usted ni usted a ellos.
Roberto Arlt.
“Ya lejos”, 15 marzo 1930.
Informaciones de Viaje.
Uno de los objetivos de nuestro viaje era, más que conocer la ciudad de Buenos Aires, vivirla, meternos de cabeza en ella, intentar percibir su ritmo y seguirlo, con la esperanza de que llegara a convertirse, durante unas semanas en nuestro propio ritmo, llegar a formar parte de esa marabunta. Por supuesto el objetivo no se cumplió, hacen falta mucho más de 5 semanas para conseguir formar parte de esta ciudad enorme y compleja, pero fuimos dispuestos a intentarlo.

Cuando llegamos a Buenos Aires, en la maleta, protegida como oro en paño, llevábamos nuestra Guía-T de bolsillo, la mejor guía que conozco para moverse por una ciudad con total libertad y sin depender de nadie ni de nada, con planos detallados, mapa de las líneas de subte y un listado imprescindible de las líneas de colectivos y sus trayectos. Las nuestras eran las versiones de la guía del 2005 y 2006 (las que compramos en nuestros anteriores viajes) pero al llegar, Roger nos regaló la suya del 2009. Desde el momento en que cayó en nuestras manos ya no se separó de ellas hasta regresar a Valencia (donde vuelve a estar bien guardada esperando sernos útil de nuevo en el futuro).

Uno de los principales engranajes del motor de tanto movimiento de gentes
(12 millones de personas entran, salen y se mueven cada día por la ciudad) es el transporte metropolitano: el subte, el ferrocarril (TBA) y, sobretodo, los colectivos. Casi 300 líneas de autobuses que circulan las 24 horas del día por la capital federal y gran capital, ahí es nada.

Si los comparamos con los españoles, los colectivos bonaerenses no son nuevos, ni mucho menos "ecológicos"; a pesar del gran número de líneas, hacen falta más vehículos en la gran mayoría de ellas; conseguir viajar sentada es casi un milagro si lo logras una vez al día, durante las horas pico parecen literalmente latas de sardinas trasportando el doble de la capacidad que muestra la placa; y no son especialmente cómodos, pero usando este transporte, sin ninguna duda, llegarás a cualquier punto de la ciudad en el mismo tiempo en que lo harías yendo en un coche particular, que no podrás aparcar, que se quedará parado en un embotellamiento impresionante y gracias al cual siempre llegarás, vayas donde vayas, enojado/a.

El 24 de agosto fue un fantástico día de paseo por la ciudad, en el que visitamos magníficamente guiados por Roger, el pasaje Rivarola —posiblemente la calle más hermosa de la ciudad—; compramos cuadernos Meridiano baratos y muy prácticos; visitamos el Pasaje Güemes buscando a Mercurio; comimos en la terraza de una casa particular convertida en Restaurante; fuimos a la biblioteca y seguimos persiguiendo a Mercurio por Corrientes y Reconquista hasta la plaza del General San Martín. Subiendo Santa Fe, nos dirigimos hasta la librería Paidós, donde aumentamos nuestra biblioteca y de ahí a la Ateneo (el espacio precioso, lo demás no tanto). Cuando ya oscurecía y metidos de lleno en plena hora pico, llegamos a una de las paradas del 106 en Córdoba para regresar a Flores. Dejamos pasar un par de buses que venían muy llenos y agarramos el tercero (que no venía mucho más vacío que los anteriores). Estábamos agotados. El único lugar libre que encontré, fue la barra de sujeción ubicada junto a la puerta trasera. Iba cargada con bolsas de libros, el bolso de mano, el abrigo puesto provocándome sofocaciones, la cara estratégicamente direccionada hacia una rendija abierta en la ventana por la que entraba una escasa cantidad de aire, no limpio pero sí frío; el estómago vacío y la cabeza como un bombo. Pep intentó que consiguiera un asiento que acababa de liberarse, pero no logré llegar a él, y como no soy una mujer paciente, mucho menos cuando estoy cansada, al llegar a la última parada de la Avenida San Martín, antes de doblar hacia Gaona, les gruñí, literalmente, a Roger y Pep que no aguantaba más y me apeaba. Era tal mi enojo que recorrí Gaona hasta la plaza de Irlanda como si me llevaran los demonios, arrastrando tras de mi a aquellos dos pobres inocentes, tan o más cansados que yo, que, aunque pudieran entender las causas del enojo, no lo merecían de ningún modo.

Y de repente, hace unos días, me di cuenta. ¿Podríamos haber vuelto a casa en taxi? Claro que sí, y tal vez hubiese sido lo más conveniente dado que como turistas “europeos” nos lo podíamos permitir. Pero querer vivir la ciudad que visitas, sentirla como la sienten sus habitantes —aquellos con tu mismo nivel adquisitivo, comparativamente hablando—; no querer ser turista sino, de algún modo nunca conseguido, querer ser uno más, comporta vivir estas situaciones sin buscarlas, sin programarlas. Consciente o inconscientemente aquello lo hicimos así porque así lo habríamos hecho en Valencia, o, aún mejor, porque así es como se hace en Buenos Aires. Y creo que al final, de algún modo, conseguimos relacionarnos con esta ciudad que no nos esperaba y a la que le importamos un pimiento.