jueves, 13 de septiembre de 2007

Mercado medieval

Domingo por la tarde, dos de septiembre, fiestas de Alaquàs. Son las 5:45 de la tarde y el sol calienta lo suyo. Las paradas de artesanía están ubicadas alrededor del castillo y los artesanos empiezan a colocar sus productos: azulejos de barro con ilustraciones antiguas; cuadros hechos con hojas y flores secas; colgantes, collares, pulseras; mantelerías; cuencos y fuentes de vidrio. Stands de asociaciones que fomentan el comercio justo, asociaciones de inmigrantes, de juegos de Rol, de chocolateros, de panaderos... De todas las paradas la que más me ha gustado es la de la señora que hace bolillos. Descubrirla ha sido como un retorno a la infancia, a la plaza de San Pascual, donde cada tarde una anciana, cuyo nombre no recuerdo, con su pañuelo en la cabeza, vestida de negro y con delantal, salía a la puerta de casa con su silla y aquel armatoste lleno de palitos que aguantaban miles de hilos finísimos y todo un laberinto de alfileres que sujetaban la labor clavados en la almohadilla. Y el sonido, ese rítmico ir y venir de los bolillos de madera. Eso era, con diferencia, lo mejor, el clipi-clapa de los bolillos.

Al otro lado de la calle aparecen los tenderetes de comestibles y demás comerciantes: los quesos, embutidos y encurtidos; los productos de piel: bolsos, carteras, alforjas; las muñecas de trapo; la bisutería; los amuletos; y los perfumes, una mezcla sin sentido de olores y fragancias que surgen de flores y pétalos de madera, frasquitos de esencia, varillas de incienso, jabones, geles de baño y aceites que se mezclan con el aroma de los quesos y el embutido, el vinagre de los encurtidos, el aroma de las crepes, las pizzas, el choripán con chimichurri, la tetería mora, la cerveza, los dulces, las gominolas y los cuatro burros, encadenados uno detrás de otro, que trasportan por la plaza a niñas y niños en trayectos de cinco minutos cada uno mientras van dejando, a su paso, regalitos que a su vez también asaltan las ya de por sí atrofiadas papilas olfativas de los mirones y paseantes que conforme pasan las horas van abarrotando, cada vez más, las estrechas callejuelas.

Para los más pequeños hay además un Tiovivo manual. Lo conduce un hombre ataviado con un traje a rombos amarillos y azules que, agarrado a un pilar con soporte, camina sobre la plataforma de madera donde está colocada la única hilera de caballitos, también de madera. La música la proporciona una campanilla que el caminante hace sonar durante todo el viaje.

A medio camino hacia ninguna parte el conductor cambia de posición y retoma el andar, esta vez en sentido contrario. Con el cambio de marcha la niña del vestidito rosa y las dos trenzas que lloraba hacia delante llora aún más fuerte, pero esta vez yendo hacia atrás.

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