jueves, 18 de octubre de 2007

Homenaje: El perro Moro

Siempre me ocurre, cuando hay bolos de La Sal de la Vida que, al repasar el texto, al ensayar, reviso lo escrito, analizo mentalmente el proceso de creación que seguimos para elaborar el texto e, inevitablemente, me vienen a la memoria retazos de mi historia, los mismos retazos que conforman los fragmentos más o menos autobiográficos de la obra. Y siempre uno de los grandes protagonistas de esos recuerdos, inevitablemente, es mi abuelo paterno Pep l'Estevenet.

La relación de mi abuelo con los animales domésticos era espectacular. Por supuesto que esos recuerdos son aún los que sentía como niña, con 7 u 8 años, y por supuesto que el trato que mostraba mi abuelo hacia los animalitos en cuestión no era el mismo ante sus nietos, y en particular ante su primera nieta chica, que era yo, que ante los demás miembros de su familia, adultos ellos. Pero son actitudes, situaciones y anécdotas que se quedaron ahí, en la memoria, imperturbables y que seguirán ahí, tal como los recuerdo, como algunos de los momentos más intensos de mi infancia y posterior pubertad.

Mis abuelos vivían en una casa grande, de dos plantas, en la Calle del Caudillo, ahora Carrer Major, de Bonrepòs i Mirambell. Habitaban la planta baja (el piso superior lo habitaron mis padres, con mi hermana y conmigo, desde que se casaron y hasta que nos mudamos a Torrent) a la que accediendo por la puerta principal entrabas en un hall enorme que hacia las veces de pasillo de la casa ya que a cada lado se veían las puertas de los cuatro dormitorios; y al fondo el espacio se ampliaba para albergar la gran mesa de comedor donde, en fechas señaladas, comíamos toda la familia, que hay que decir que es extensa. En este lugar aparecían tres nuevas puertas, una, a la izquierda, por donde se accedía a la Portalà, la segunda entrada a la casa y el lugar donde antiguamente se guardaba el carro y se apilaban los cajones y los sacos con los productos que se venderían en el mercado, aunque cuando yo lo conocí ya no había carro sino el coche de alguno de los tíos y lo que se apilaban eran trastos y cachivaches viejos que, por otro lado, componían el tesoro escondido que nos aventurábamos a conquistar, entre juegos, los domingos cuando íbamos a visitar a los abuelos, y por supuesto en secreto, porque si lo desordenábamos la abuela María o la tía Rosa amenazaban con cortarnos la cabellera. Justo al lado había una segunda puerta que daba a la salita de la televisión, una sala pequeña con un sofá de tres plazas al fondo y dos sillones orejeros en primer plano, una mesilla auxiliar bajo los ventanales, junto al sillón del abuelo, y una mesa aparador en el hueco tras la puerta; allí era donde se dormía la siesta y donde mi abuelo me enseñó a jugar al ajedrez.

A la derecha del salón otra puerta daba acceso a lo que anteriormente fue dormitorio pero que más tarde se trasformó en el cuarto de la plancha conforme mis tíos y tías se fueron casando y abandonaron el hogar familiar; y en la pared perpendicular estaba la gran puerta de doble hoja que daba paso al comedor de casa, el de todos los días, y que servía de algún modo de sala multiusos donde, aparte de comer, se tomaba el café, se recibía a las visitas y se mantenían las conversaciones de sobremesa. Con un armario aparador para guardar la vajilla buena, una alacena, la nevera y la estufa metálica con el capazo para los troncos de leña junto a ella. Dos butacones de madera con el respaldo y el asiento tapizados en terciopelo granate, uno en frente del otro, marcaban el lugar donde se sentaban a comer, cada día, mi abuela y mi abuelo. La de ella frente a la puerta de la cocina, la de él frente a la alacena. El resto eran sillas de boga corrientes.

Desde esta sala se accedía al gran jardín, mi lugar preferido de la casa. Era tan grande como el resto de la casa y se aparecía a la vista como una auténtica jungla, cuidadísima y espesa. Con plantas altísimas, enredaderas, ficus de hojas enormes, flores por doquier y los dos extraordinarios higos chumbos que mi primo Carlos atacaba cada vez que podía para cortar pequeños nudos, o frutos, que abría y se comía. Llegando hacia la mitad del jardín, a la derecha se encontraba el espacio donde estaban las jaulas de los conejos. Ni qué decir tiene que este era lugar de visita obligado, con el abuelo, cuando llegábamos a casa, ir a ver a los conejitos; y en la pared se distribuían en perfecto orden las herramientas para el campo: palas, picos, un arado, el yunque... y también, como no, las imprescindibles paellas: para doce, veinte y veinticinco comensales, que estaban junto al paellero o asador. También había gallinas ponedoras. Estaban en el piso de arriba, al que podíamos acceder desde el paellero, o desde el comedor, a través de un pasillo por el que también llegabas al único baño de la planta y al lavadero, que aún conserva la bomba de agua de hierro, roja, que funcionaba a palancazos y con la que no conseguí hacer subir agua por mí misma hasta tener trece o catorce años, y por donde, a través de una puertecita, mucho más humilde que las anteriores, se entraba en una estancia polvorienta llena de cajones, sacos de grano y mazorcas peladas y más herramientas. Una escalera de madera conducía al piso superior donde estaban las mencionadas gallinas y que se visitaba menos porque tanto niño las podía estresar y no darían tantos huevos como debían.

Al fondo del jardín estaba l'Andana, un espacio elevado y bastante grande que se utilizaba para secar los granos de maíz y el tabaco, y, de nuevo abajo, por una pesada puerta de madera con los cierres de hierro muy duros, se accedía al huerto donde mi abuelo tenía, entre otras cosechas, un níspero, una higuera y dos o tres hileras de fresas que cuando era temporada y nos entraba hambre invadíamos hasta hartarnos. La higuera además se convirtió en mi lugar predilecto cuando jugaba al escondite con mis primos, aquellas enormes hojas eran perfectas para el camuflaje.

El caso es que todo este espacio permitía que mi abuelo tuviera perros y gatos en casa, además de los ya mencionados animales para comer. Que yo recuerde, durante un tiempo, llegó a tener cinco perros y ocho gatos a la vez, todos ubicados en la zona del jardín, las conejeras y bajo l'andana. Pero hubo un perro en particular que marcó mi relación posterior con los canes: Moro.

De pequeña, y hasta los siete u ocho años, Moro era una especie de bestia peluda, negra y enorme que ladraba, enseñaba sus fieros caninos y que hizo que no me atreviera a entrar sola al jardín si no era acompañada por mi abuelo, a poder ser subida a sus brazos, y siempre por la zona de las conejeras, que se hallaban a unos prudentes diez metros de la caseta del perro y la cadena que lo ataba ya sabía yo que tan larga no era. En una de estas ocasiones, un día que habíamos llegado antes que el resto de familiares y por lo tanto podía disfrutar de la atención de mi abuelo prácticamente en exclusiva, me pidió que lo acompañara al huerto. Tragando saliva pero sin perder la compostura, porque ya era una chica mayor y tenía que ser valiente, le cogí la mano y emprendí el camino. Esta vez entramos al jardín desde la portalà, lo que inevitablemente hacía que pasáramos a un metro escaso de la caseta del perro, y por ende de Moro. Me temblaban hasta las uñas, iba agarrada a la mano de mi abuelo intentando mantener su paso pero convencida que, si nadie lo evitaba, caería allí mismo devorada por las fauces de la bestia. En cuanto Moro nos vio aparecer empezó a ladrar como si se acabara el mundo lo que provocó de manera instantánea e inconsciente que me agarrara a la pierna de mi abuelo soltando un gritito de pavor, sutil, me contuve, pero grito al fin y al cabo, y claro, mi abuelo se percató.

"¿Qué te pasa? ¿Que Moro te da miedo?", preguntó. "Si, es que ladra mucho y me quiere morder". "¿Cómo? Eso no puede ser. Ven aquí" me dijo. Y agarrando mi mano nos acercamos a la caseta. Ni que decir tiene que la piel no me tocaba el cuerpo, pero mi abuelo me dijo "No tengas miedo que yo no me voy" y cuando nos encontrábamos a un metro le gritó al perro: "¡Moro, ven y siéntate aquí!" En ese preciso instante Moro dejó de ladrar, se acercó moviendo el rabo y con la lengua fuera y se sentó delante nuestro. "Esta es Gemma. A ver, dale la pata y salúdala" ¡Y le hizo caso!. Moro levantó su enorme pezuña y esperó que yo le acercara mi mano, vuelta hacia abajo como me indicó mi abuelo. En cuanto mano y pezuña conectaron Moro acercó su hocico a mi cara y me estampó un lametazo desde el cuello hasta el nacimiento del pelo que, a parte del lógico empape facial, me hizo cosquillas. "Muy bien Moro" le dijo mi abuelo, "y así tienes que hacerlo a partir de ahora ¿entiendes?". A una indicación de mi abuelo volví a acercarle la mano y se repitió la escena, pero esta vez, después de lamerme acercó su cabeza y la empujó contra mi mano para que se la acariciara. Finalmente mi abuelo fue solo al huerto, yo me quedé jugando con Moro, y desde ese día, cada vez que llegaba a casa de mis abuelos, saludaba a mi abuela, saludaba a mi abuelo y corría a saludar a Moro, que de bestia parda pasó a convertirse en mi perro guardián y protector con el que nunca podría pasarme nada malo y que me salvaría ante cualquier peligro.

Años más tarde, siendo yo una adolescente, al llegar un domingo Moro no estaba. "¿Y Moro abuelo?". "Ya no está", me dijo, "se ha ido". Mi tío me contó que una mañana lo atropelló un coche frente a la puerta de casa y él, sabiendo que iba a morir, decidió irse lejos de casa, donde no lo vieran sufrir y así recordarlo como lo habíamos conocido.

No se si fue así o no, no se si Moro llegó a pensar tanto, si fue instinto animal, como el de los elefantes que van a morir a un valle especial, o sencillamente murió delante de casa, lo enterraron y me contaron esa historia para que sufriera menos la pérdida. Fuera como fuera me quedo con la historia que me contaron como la verdad auténtica. Ya con los demás animales con los que he convivido o he pasado parte de mi tiempo, de más mayor, la muerte ha asomado de manera más real, más cruda, pero mi historia con Moro, gracias a mi abuelo, se mantendrá así de tierna, así de infantil si quieren, provocando siempre, cada vez que lo recuerdo, una sonrisa y la sensación de haber formado parte de una historia mágica y fantástica donde un perro esperaba impaciente la llegada de su amiga, cada domingo, para jugar a hacerse cosquillas.

Continuará

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Genial!!!
Me has hecho revivir momentos muy parecidos de mi ñiñez en casa de mis abuelos, recuerdos que creía olvidados. Y has conseguido que en mi cara se refleje una sonrisa durante,después y espero que algún rato más tras la lectura.
Gracias.
Gente como tú vale la pena, pero eso ya lo sabía desde hace mucho tiempo.
Con cariño,Chelo.

Anónimo dijo...

Precioso relato de tu infancia Gemma. Realmente yo buscaba información sobre Moro, el perro que se presentaba ante las casas en donde la muerte acechaba a alguna persona, y cuando ésta fallecía, él precedía el recorrido al cementerio, pero sin embargo me he encontrado una bella historia nostalgica y tierna que nos recuerda que éstos animales tienen espíritu y nobleza como el que más.

Aquí un enlace al comentada historia: http://rufadas.com/2007/05/09/moro-el-perro-de-los-entierros/

Saludos,

Oisin C. Vera