De un tiempo a esta parte cargo en la mochila algo más que las libretas de notas y los listados de alumnos. Cargo tristeza. Una tristeza seca y honda, pesada. Y la trasporto sobre los hombros un día tras otro, que tristemente descubro que son todos el mismo día con minúsculas variaciones, pero siempre el mismo y siempre del mismo color gris, ala de mosca.
No es una tristeza lacrimógena, no hay melancolía en ella, o al menos no en la superficie –porque el fondo aún no me he parado a intentar descubrirlo. Es más bien una niebla espesa y densísima, que difumina los días, las calles, los trayectos, las acciones y hasta el razonamiento. Mi empeño en apartarme del mundo tras los cascos del mp3 a volumen máximo llega a asquearme cuando me doy cuenta de que no quiero escuchar nada que no sea mínimamente interesante, y para tropezarme con algo interesante debería escucharlo todo. Y eso es demasiado escuchar. Así que supongo que tras esa banda sonora impuesta me pierdo ciertas cosas que podrían gustarme, y tengo muy mal perder, sobretodo si lo provoco yo y más aún si es voluntario.
Entonces mientras reflexiono sobre mis pérdidas voluntarias siento nuevamente la tristeza, esa tristeza tan parecida a la apatía que hace que mi día a día esté repleto de monotonías, sin agudos y sin graves, sin contrapuntos ni síncopas, sólo miles de minutos que se convierten en horas, hasta que llega la noche y peleo por dormir, para despertar al día siguiente sin haber visto amanecer.
Pero hoy la lluvia y el frío –bienvenidos de nuevo– me han recordado el propósito de toda esta monotonía, nuestro programado viaje al verano invernal, el reencuentro y los tan esperados paseos repletos de conversaciones en directo. De repente hay un cambio de compás y la tristeza pesa un poco menos.
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